Me acuerdo muchísimo de Asurancetourix, el jefe de la irreductible aldea gala donde viven Asterix y Obelix. El valiente jefe galo sólo tenía miedo a que el cielo, un buen día, cayera sobre su cabeza. Y eso es exactamente lo que ha pasado en Madrid, que es mi pueblo.
No podemos más. Dice un amigo mío asturiano que “Madrid no sabe llover” y cuánta razón tiene. Cuando se trata de agua _aparte de la del grifo que es excelente_ esta ciudad y los pueblos vecinos se hacen un lío. Habitualmente el asunto se resuelve en un par de chubascos tremendos y, durante el verano, además, con el añadido de gran aparato eléctrico. Expresión meteorológica que me encanta y me sugiere imágenes de electrodomésticos volanderos y de buen tamaño. Un gran aparato eléctrico sería por ejemplo, una nevera grandota voladora.
Pero ahora no es como habitualmente. Para nada. Lo de hoy mismo o ayer o cualquier día excepto el sábado pasado es una lluvia pesada y continua, sin intermitencias, sin descanso tampoco. Y el cielo blanco. Un cielo apropiadísimo para nuestro norte, para el país de las verdes praderas. Pero que no tiene nada que hacer en mi queridísimo poblachón manchego. Cuando aquí llevamos un par de días sin ver el sol y su abrigo azul rabioso, nos alarmamos. No sabemos conducir con sirimiri pues imaginaos estos días. Los madrileños sentimos que el agua debe estar en la playa y, lo más cerca, en los pantanos. Un agua ordenadita que se evapora a mogollón todos los veranos con la pertinaz sequía y aparece de nuevo en noviembre. A veces de manera algo exagerada para equilibrar lo del verano estreñido que os decía.
Los madrileños además con esta agua descolocada que nos llega del piso de arriba nos ponemos de un humor de perros. “Llueven gatos y perros” dicen los anglosajones cuando cae una buena. Pues eso, que aquí no somos anglosajones en absoluto. Y no podemos más.