Se nos ha muerto Diane Keaton. Y Robert Redford, añade rapidísima esa amiga acelerada que todos tenemos. Vale, Robert Redford también y antes pero no es lo mismo. Aunque de vez en cuando babee volviendo a ver Dos Hombres y Un Destino y no por Paul Newman (que ya es decir) sino por el bigote que adorna a Robert. O cómo Robert adornaba cualquier bigote. Este señor creó el Festival de Sundance, dirigió, le lavó la cabeza (tan apañado él) a Meryl Streep y dio la cara, ya verdaderamente anciano, en aquella peli de ladrón jubilado. Es decir, muchos méritos. Pero aquel peluquín naranja y la cirugía tremenda que se llevó de golpe su belleza… Aunque por supuesto me iría con él a pasear descalzos por el parque, hubiera preferido que Robert Redford envejeciera a poquitos como hacemos los demás.
Y Diane… Llevo un tiempín queriendo rendir mi particular homenaje a Diane Keaton. Para mi generación, que no significa necesariamente mi quinta aunque le caiga cerca, Diane Keaton ha sido especial.
Llevaba chaleco y chaqueta cuando las demás actrices se perdían en escotes y tules volanderos. No quiso casarse cuando eso aún parecía el destino envidiable de toda mujer. O tal vez, según contaba ella, es que Al Pacino no se decidió, algo atemorizado por una mujer tan espléndida en la vida real como la sra. de Corleone en la pantalla. Fué madre soltera por elección pasados los cincuenta y continuó haciendo películas con guiones que derrochaban sentido del humor. No sé si buscaba esos guiones o si los directores la buscaban a ella por lo bien que encajaba en aquellos diálogos chispeantes. No la recuerdo en cambio en ninguno de tantos revolcones cinematográficos al uso. Tal vez, porque como explicaba en Annie Hall (¿o fue en Manahattan?) «los de Filadelfia no hablamos nunca de sexo».
Diane además data nuestros años más locos, le pone fecha a nuestras primeras rebeldías, nuestros novios con el pelo largo, las lecturas de filosofía y …los pantalones de campana. Me quito el sombrero ante una mujer que solía llevarlo bien encasquetado.
