No sé de quién son pero no son los míos. Aquí estoy yo, completamente acelerada y cercana además al agotamiento. La cuestión es que los tiempos se han cambiado de sitio.
Cuando yo era pequeña, aprox. en el Pleistoceno Superior, volvíamos del verano para el curso escolar (que, por cierto, empezaba tardísimo, a primeros de octubre) y en algunos pueblos, no en el mío, se celebraba el final de la vendimia con procesiones dedicadas sobre todo a Cristo.
Después pasaba un tiempo colegial y trabajador aburridísimo, roto sólo por la festividad del Pilar. Venían luego los buñuelos de viento y los huesos de santo. Para la Inmaculada, los distintos ayuntamientos empezaban a montar las luces navideñas que se encendían más tarde. Las reuniones familiares, con o sin cuñado, se dejaban para Nochebuena y el día de Navidad. Ahí mi ciudad se volvía un poco loca con todo el mundo comprando regalos para Reyes. Al día siguiente empezaban las Rebajas con mayúsculas. Y se acabó.
Ahora en el Pilar anuncian el Black Friday que nadie sabe pronunciar y que traducido, es una semana o más de rebajas. Todos los Santos es ahora el Halloween, donde disfrazados de fantasmas sanguinolentos los más pequeños piden «truco o trato» que ya me diréis. Y para entonces ya están las luces de de navidad deslumbrándonos como si toda España fuera Vigo o Cortylandia. Mucho antes de Reyes ya estamos todos hechos polvo.
Estas no son mis navidades, mis Reyes, mis fiestas. Y siento mucho que mis hijos no vivan aquellas. En mis tiempos, lo importante era reunirse en familia, celebrar lo que nos queríamos, ponerse guapos, cantar villancicos, mucha pandereta y algo de turrón… ir, incluso, a la Misa de Gallo (a los niños nos volvía locos estar hasta las tantas fuera de casa y allí, al calorcito y el incienso nos dormíamos siempre). Los regalos, con ser tan importantes, eran lo de menos. Al menos así lo veo ahora con la perspectiva que dan los años y, en cuanto me descuide, los siglos.
En estos tiempos que no son los míos, se baja una del verano en Halloween y engancha las compras a todas horas con gafas de sol por el exceso de luz, que parece que toda la ciudad lleva los faros de niebla puestos. Hay obligación de comprar porque es Navidad o hay Rebajas o me hace falta esto o no lo necesito pero me da igual. No me gusta, no estoy de acuerdo y no que no. O será que estoy mayor.

Tampoco son mis tiempos.
Las Navidades eran un período mágico, no solamente un día, que abarcaba más o menos desde mediados de diciembre hasta pasada la primera semana de enero y efectivamente, había regalos y todo eso, pero muy por encima de aquello estaba el comer en familia, el montar el arbol de Navidad y el ir a misa del gallo junto con todo el vecindario. Benditas Navidades pasadas.
A veces, similar al cuento de la cerillera de Andersen, cuando miro mi reflejo en una bola de colores que se cuelga del árbol, vuelven a mi memoria (es una forma de hablar, en realidad nunca se fueron) los recuerdos de esas Navidades entrañables, de esa infancia feliz de cenas en familia donde se conversaba, reía y a los postres se cantaban villancicos.
No saben lo que se pierden, estos jóvenes.