Cuando era pequeña había un anuncio que rezaba : «Papá ven en tren». Utilizo el verbo «rezar» con plena consciencia. Esto fue aproximadamente en el Pleistoceno superior o un poquito después. Y entonces los trenes daban seguridad y confianza. Más o menos.
Ahora el tren, en cualquiera de sus compañías y acepciones, es sinónimo de emoción, riesgo, aventura… Como si estuviera pensado por el guionista de una peli de Indiana Jones.
Hace un par de semanas fui y volví a y desde Santander en tren. Iba a casa de unos amigos esperando a base de humedad volver a respirar. Porque Madrid con el calor asfixiante era como el Purgatorio en plena limpieza de primavera: todo desordenado y caliente.
Me dijeron mis anfitriones que lo mejor era dejar mi coche en el aparcamiento de la estación de Aravaca y allí coger el Cercanías hasta la de Chamartín que, por cierto, continúa en obras (desde siempre).
Hago los deberes y voy tan contenta en mi Cercanías cuando anuncian que este tren no llegará a Chamartín nunca jamás debido a los trabajos de mejora en no sé dónde. Pero que si me empeño en ir allí puedo coger los trenes que utilicen los túneles de Recoletos. ¿Qué trenes? ¿Qué túneles? ¿Lo que me dice, oiga? Me pregunto. Me tiro del tren en la siguiente parada y pregunto también al personal de Seguridad (de información no hay nadie a la vista). Que no tienen ni idea debido a que están ahí para evitar que nos ultrajen o roben o asesinen y no para aprenderse los intrincados recorridos del tren. Que además son cambiantes sin previo avisto, me advierten.
Salgo de Príncipe Pío (que da nombre a la estación y nadie sabe quién fue) arrastrando mi maleta pequeña y con ruedines, subiendo y bajando escaleras varias, unas mecánicas y otras no (en la variedad está el gusto) con la esperanza de lograr salir a la superficie, encontrar una parada de taxis y pillar uno. Para cuando lo consigo es la maleta la que me arrastra a mí, la verdad.
Y así, sin mayor dificultad y siempre con maleta adjunta me encuentro en el laberinto de Chamartín dando vueltas y revueltas hasta pillar el tren que me llevará a Santander, la novia del mar.
Santander es ciudad guapa y acogedora. Mis amigos también. Y el clima justo lo que necesitaba. Así que soy muy feliz y vuelvo a Madrid renovada y contenta. Y en tren.
Alegre y sometida a la imaginación de RENFE que, por ejemplo, a la media hora de dejar Santander en dirección a Madrid ¿visualizáis el mapa? nos anuncia que estamos a punto de llegar a Valencia. Los pasajeros se alteran y soliviantan, todos pensando que se han subido en el tren equivocado. Menos yo, convencida de que son cosas de RENFE para entretenernos. Y llevo razón porque luego nos cuentan que la próxima parada es Castellón de la Plana. Pues vale. Lecciones de geografía inversa.
Ya en Madrid me siento a salvo: sólo me queda coger de nuevo el Cercanías hasta Aravaca. Mi maleta y yo, seguimos las explicaciones de un señorín de Seguridad que nos cuenta que, en Chamartín, a los trenes de Cercanías se llega siguiendo las indicaciones de los carteles de Larga Distancia. O sea, lo lógico.
El ultimo no es cartel sino pantalla anunciando que en un minuto, sólo uno, el Cercanías partirá (con rumbo desconocido, claro). Corremos mi maleta y yo desaladas por el pasillo hasta subir al tren. Y ahí nos quedamos porque el tren no parte. Para nada. Anuncian entonces que debido a razones, de momento ignotas, los trenes que estén en estaciones no saldrán. ¿Nunca? Bueno… cada uno que piense lo que quiera. Una pista: esa noche dormí en casa. Que suerte.