La señora que me ayudaba a adecentar la casa se llama Betty. Betty es ecuatoriana y fuerte como una tormenta tropical. Por eso yo la llamo Huracán Betty. Ahora ha tenido una hermosa bebé, tamaño noruego más o menos, y lleva unos meses atendiendo a sus necesidades. Hasta que vuelva me echa una mano una señora magrebí. A la que la segunda vez que trasteó en mi casa decidí llamar El Viento del Desierto. Porque es una versión africana del vendaval.
El otro día entro en el cuarto de estar y encuentro la mitad del suelo lleno de plumas. Maldigo la primavera con sus flores y sus pajaritos que se ponen de los nervios y se cuelan en casa poniéndome a mí de los mismos nervios u otros similares. En plena maldición me doy cuenta de que todas las plumas son blancas. Y constando mi jardín (de momento) sólo de urracas enormes, mirlos y un pájaro carpintero, empiezo a preguntarme si habré encontrado el famoso mirlo blanco.
Miro y remiro y rebusco en las cercanías de la ventana y el mirlo blanco no aparece. En cambio, se persona en la puerta del cuarto de estar El Viento del Desierto. “He sacudido los cojines del sofá porque me parecían un poco aplastados”, me dice, orgullosísima de sus desvelos por mi hogar, dulce hogar. Me fijo entonces en que hay más plumas blancas cerca del sofá que junto a la ventana, lo que debería haberme hecho sospechar. Y que los almohadones del mencionado sofá están ligeramente despachurrados por los laterales y completamente inflados en plan soufflé por el medio. Le doy las gracias al Viento del Desierto y corro a atrincherarme en mi habitación… ¡Me da un miedo…!