El jardín que se ve por la ventana de la habitación de mi madre es como una metáfora de la vida. Sí, como suena (que suena entre profundo y cursi, lo sé)
Resulta que crecen allí, juntas y revueltas, rosas y alcachofas. Pegaditas y, a mi gusto, algo crecidas de más con esta primavera que parece un homenaje al paraguas.
Las rosas son del color que su nombre indica y, aguacero tras aguacero, están alcanzando unas dimensiones tamaño repollo pequeño. Así las llamaba mi suegra, “rosas repollo”, a estas flores enormes y redondonas.
Las alcachofas, en cambio, son todavía medianas aunque prometen. De momento ya pasan de la talla de los llamados corazones (de alcachofa) y hace días que son bastante más grandes que los fondos esos que se sirven con foie (o sucedáneo).
Las rosas son bonitas. Mucho. Si no rimara en plan ripio diría que las rosas son preciosas. Y huelen además. A perfume de Adolfo Domínguez o así. Duran poco, qué se le va a hacer.
La planta de las alcachofas tiene toda la pinta de ser carnívora y crecer cada noche. No dormiría yo tranquila con eso bajo la ventana. Tampoco tiene aroma reconocible. Pero tiene la ventaja de que, tarde o temprano, dará lugar a un plato delicioso.
Esta primavera podemos elegir. En la vida, también. Yo me decanto por la menestra, artesana y sabrosa. Aunque la planta, la verdad, me da mucho miedo.