El algoritmo este, tan de moda, me da un miedo que me muero. Primero, porque siendo tan de letras como soy nunca he llegado a comprender del todo en qué consiste. Luego porque, me dicen, manda mucho. Muchísimo. Y a mí los mandones me dan un poco de repelús.
Y por último porque al algoritmo que se ocupa de mi móvil lo veo despistadísimo. Unas doce veces al día me envía unos anuncios que no creo me correspondan. En ellos promocionan diversos ungüentos para exterior y alguna pócima mágica llegada directamente del caldero de las brujas de Macbeth, para interior supongo. Muchos se anuncian además con hermosos dibujos a todo color e incluso mini films animados que muestran claramente el proceso de mejora.
Todos estos medicamentos o lo que sean tienen una finalidad importantísima y creo que también un gran futuro. Puesto que apuntan a uno de los problemas médico-estéticos que más inquietan a la humanidad. Lo que no entiendo es qué tienen que ver conmigo por mucho que me aseguren que mi pene volverá a ponerse tan erecto como cuando tenia 20 años, que mi novia estará encantada y que podré mantener erecciones, perdón, relaciones, con chicas de 20 años (esta cifra parece obsesionar a mi algoritmo particular).
El problema o tremendo patinazo del algoritmo es que yo no tengo disfunción eréctil ninguna. Ni siquiera tengo pene. Ni envidia de pene como le gustaba suponer a don Segismundo Freud. Y los tropecientos anuncios sobre este tema me crean desconfianza hacia las capacidades intelectivas del algoritmo.
Menos mal que estos últimos días entre pene y pene me lanzan una pregunta curiosa: «¿Son realmente solitarios los jaguares?». Y esto me devuelve si no la fe en el intelecto de mi algoritmo, sí en su creatividad.