Creedme, no sólo hay que leerse las instrucciones. Además hay que hacerles caso. Y, a veces, eso es lo difícil.
Los que me conocen ya saben que me aburre sobremanera tomar el sol. Piscina, sí. Solazo en la hamaca, no.
Se trata de algún resto de mi carácter de adolescente. Mar, mucha. Solazo en la toalla, no.
Mientras mis amigas los últimos días del curso, se arremangaban el uniforme y se daban la crema de la vaca y el unte de zanahoria en tubo e incluso aceite de coco o similar para freirse mejor, yo… Yo, no. Lucía por entonces un bronceado natural que me evitaba esas fatigas. Qué poco sabía en aquellos años que la vida me lo arrebataría.
Resulta que, con la edad, la melanina se estropea. Como todo. Yo empecé destiñéndome y perdiendo color. Y ahora tengo un tono acelga de invierno que es preciso remediar a base de sol o sucedáneos. Porque la melanina unos días se dispara y otros se va a tomar viento.
En un sarao familiar veo a dos de mis primas, ya morenas de natural, con bronceado conguito. Corro a preguntarles si a ellas no se les ha ido la melanina a esparragar. Me dicen que sí pero que se ponen una maravillosa crema colorante, cuya virtud principal es no volver la piel amarillo limón ni naranja butano. Algo que a las oscuritas nos sucede con toallitas, esprays y cremas varias amorenantes.
Tomo nota del nombre y marca (¡¡encima no es cara!!) y al día siguiente me la compro. Por la noche, leo las instrucciones y me planto frente a la tele. Pongo peliculón de amor y lujo que tengo grabado y me unto por arriba y por abajo y por los laterales. Guapísima preciosa quedo. Y distraída con el peliculón que es de mucha emoción y más llorar.
Hasta la mañana siguiente no me he dado cuenta de que no me había lavado las manos inmediatamente con mucha agua y mucho jabón como mandaban las instrucciones.
No sabéis como tengo las palmas de las manos. Un tono mandarina salvaje tremendo. Tres días con las manos en los bolsillos. Ahora, de cara, doradita y monísima.