CUERPO DE RICA

Me invitan a cenar unos amigos y me llevan a uno de los mejores restaurantes. Lo digo así para no hacer publicidad gratuita ( al restaurante, no a mis amigos). El restaurante en cuestión tiene una excelente relación calidad-precio. Es decir, la comida es exquisita y la minuta carísima. En vista de ello decido pasar de regímenes de mantenimiento y dietas prenavideñas. Y adelantar la rendición incondicional a la que generalmente procedo en mitad de las navidades. Me tomo un primero y un segundo y sólo comparto el postre. Bebo vino a juego con el menú, o sea, exquisito y etc. Hago cosas horribles como darme al pan, al arroz en forma de risotto e incluso desafiar al colesterol pillando foie (magnífico) del plato de mi vecino.
Mis amigos son espléndidos (en todos los sentidos) y lo paso tan bien que ni remordimientos tengo… hasta la mañana siguiente. Si bien me despierto como nueva, alegre y optimista, ya mientras me lavo la cara noto en la nunca, lado derecho, la insistente mirada de la báscula. Una mirada pesadísima, precisamente.
Cuando ya empieza a picarme el cogote, me enfrento a ella. Me subo y miro firmemente, no de reojo ni nada, los números malditos. Oh, aaaah, ooohhh, más oh. Imposible lo que veo. Me bajo. Respiro hondo y me vuelvo a subir. Aaaaaaa, oooooooh, ah, oh de nuevo. Ahora sí estoy segura: he adelgazado 200 grs.
Tras el primer desconcierto, llego a la única conclusión lógica: lo que me pasa es que tengo cuerpo de rica. Un cuerpito diseñado para el foie y el bogavante y las alcachofitas de Tudela que sean verdaderamente de Tudela y no oriundas. Por ello, esos menús y una buena compañía me sientan estupendamente y me ayudan a controlar la glucosa, el colesterol y el tipín. Voy a reincidir en cuanto pueda. A mí lo que me cae fatal es el puré de verduras y el pollo a la plancha que funcionan tan bien para la gente (¡pobres!) con cuerpo de pobre.

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