La Mancha

Primero se derritió la tableta de chocolate en la despensa. Y no le dí mayor importancia. Después se me derritió la barra de labios dentro del bolso. Y ya me molestó algo más.  Luego anunciaron nueva subida de las temperaturas y decidí huir de Madrid.

Imposibilitada por mi rodilla fastidiosa para acercarme al mar (no siendo primera línea de playa y playa con poca arena) pensé en cercanías y secano con piscina enorme y algo que ver.  Y me fui a Almagro. Precioso pueblo, vacío tras el reciente Festival de Teatro y con los naturales francamente amables. Amabilísimos incluso.  La Mancha tiene eso.

La primera mañana, la ola de calor me atizó en mitad de la cara bonita cuando salía del Corral de Comedias, dejándome el turismo cultural  absolutamente licuado.  Empapé los numerosos jugos en que se había convertido mi cuerpo serrano con unas estupendísimas migas del país. Allí las llaman del pastor pero dónde andaban los pastores es un misterio para mí. A la sombra no podía ser porque no había.

El día siguiente, tras una tarde de piscina de turismo ,  todos los extranjeros en formato francés, alemán, nórdico no identificado pero nórdico sin ninguna duda, tooooodos a remojo en el agua calentita, que la piscina enorme empezaba a parecer la estación de Sol o como se llame ahora en día laboral y horario de no llego al curro, no llego… Pues ese día tras una noche en que los lugareños aseguraban que iba a haber un poco de brisa _¿qué entenderán en la Mancha profunda por brisa?_ pero que finalmente no hubo…  a pesar del codo de tenista debido al imprescindible e intensivo manejo de abanico, volví a empeñarme en el turismo cultural. Así que me compré dos libros. En la plaza del pueblo y al escritor mismo que ejerce además de editor y librero. Me los dedicó.

Y claro, al contacto con la intelectualidad, no pude evitar irme a una exposición sobre vestuario teatral ni pasmarme ante un claustro del siglo XVI.  A la salida me crucé con un paisano en bici de edad mediana o similar. Iba charlando solo consigo mismo. “Ay esta calor que hace, ay qué calor, que nos vamos a morir todos”. Lo decía sin aspavientos ni alarma, tranquilamente, sólo enunciaba la situación y daba pedales.

Me volví a la piscina. Despacio. Porque no había quien fuera a buen paso con la que estaba cayendo. Intenté detener mi inminente licuefacción total con unas croquetas de rabo de toro. Que no son refrescantes, vale, pero me proporcionaron la energía suficiente para volver a la piscina.

Y ahí me quedé, hidratrándome hasta donde me hacía falta antes de volver a Madrid. La Mancha tiene eso, que es más para turismo de otoño o primavera, no en plena ola de calor.

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