Voy al Prado, a ver la exposición de Rubens. Y no sé qué ponerme. En la definición de elegancia, me atengo a los clásicos: vestirse apropiadamente para cada ocasión. Y he aquí mi problema. Para contemplar y disfrutar la pintura de don Pedro Pablo no sé si llevarme el michelín o las cartucheras.
La celulitis es, desde luego, mucho más cómoda. Por algo los franceses la llaman “capitoné”. Unos muslos tapizados en modo capitoné resultan siempre mullidos, elásticos lo justo, confortables siempre.
Pero el michelín del estómago no deja de tener su encanto. Sobre todo ahora, tras las fiestas, cuando todavía conserva cierto olorcillo dulce a turrón y, en mi caso, a roscos de vino, que me encantan. Este michelín es como un villancico redondito que se hubiera quedado ahí atascado, sobre la cintura.
Ay. Me estoy poniendo poética, me parece. O será la debilidad, consecuencia de alimentarme exclusivamente (bueno, casi) de ensaladas desde el 7 de enero. Ay, insisto.