Esta casa nueva es como un hijo y como cualquier hijo, no deja de darme alegrías.
Gracias a ella conozco a mogollón de empleados de Movistar, alguno del seguro de hogar (rama neveras y congeladores), varios jardineros, una señora de la limpieza y una limpiadora (que no son lo mismo, de verdad), un fontanero, un empleado de mantenimiento etc.
Muchísimas personas. La mayoría de allende los mares (del sur, este y oeste) y otros de allende el Danubio que, azul o no, está lejísimos. También hay personal local.
Esta casa es una auténtica relaciones públicas. Me pone en contacto con personal diverso, hace las presentaciones y luego se esconde, discreta, en la creencia de que ya nos apañaremos nosotros. Es una creencia a menudo equivocada.
Con todo ello, días hay en que estoy de la mencionada casa hasta el gorro.
Bueno, pues la semana pasada me ha hecho un regalo que me obliga a perdonárselo todo.
Volvía yo después de aparcar andando por los jardines y por la tarde. Y de repente un perfume intenso me atacó por el lateral. Concretamente mi perfume natural favorito. Miré a mi alrededor sorprendida porque por la mañana, cuando hice el recorrido inverso, no hubo perfume, natural o no.
Y allí estaba. Justo delante de la ventana de mi dormitorio. Un arbusto pelado hasta hace poco y que luego había echado cuatro hojas verdes y anodinas. Esa mañana era sólo la evolución primaveral de un matojo. Y esa tarde se había convertido ya en un enorme ramo de lilas contradictorias. Las llamo así porque son lilas blanquísimas en vez de atenerse a lo que su nombre indica.
Las lilas contradictorias son un regalo de mi casa nueva. Las flores duran poco pero cuando desaparezcan, ahora sé también que están ahí, escondidas, disfrazadas dentro de un arbusto corrientito, como para no llamar la atención.