Lo de la nevada parece que se había marchado con los Reyes Magos por los arenales. Pero no. Quedan aún las ramas desgajadas y los árboles tronchados ocupando las aceras. Una aparca y al salir del coche, se topa con la selva tropical. Imposible llegar al portal sin machete ni guía nativo.
Me dicen en el poblado que el desguace de pinos, chopos, encinas y lo que caiga (nunca mejor dicho) depende de la comunidad de vecinos y la recogida de árboles y matojos varios, del ayuntamiento.
No sé que conjunción de astros se dio ayer pero frente a mi ventana más grande coincidieron todos. La calle parecía Siete Novias para Siete Hermanos pero sin novias: algunos llevaban hacha aunque la mayoría se apañaba con unas motosierras dignas de La Matanza de Texas. No bailaban (que yo viera) y desconozco si cantaban porque el ruido que hacían, talmente como 264 (más o menos) batidoras funcionando a plena potencia y a la vez, era ensordecedor en el más literal sentido: no se oía nada más.
Los más modernos iban subidos en esa especie de cajón cuadrado con brazo móvil que sirve para rescatar a las personas del sexto piso en caso de incendio. Y también para podar las copas de los árboles. Como no había incendio ni nada, arremetieron contra el pino de enfrente del salón. Conforme a nuestras costumbres más arraigadas, eran dos. Uno segaba las ramas superiores con, al parecer, poco esfuerzo y gran disfrute. Y el otro le indicaba desde tierra con muchas voces (inaudibles) y gran movimiento de manos (ambas) lo que tenia que hacer.
Se animaron, claro. El leñador real fue dedicándose a ramas laterales más bajas y el leñador virtual cada vez se agitaba más y señalaba con mayor alegría. Entonces aparecieron los camiones de recogida que tampoco hacían ruido ni nada. Me fui a la cocina que cae al otro lado de la casa, huyendo del estruendo. Y volví un cuarto de hora después a ver cómo iba la cosa.
No iba. La cosa no iba en absoluto porque ya no había pino de enfrente. Lo que quedaba de él, en rodajas, lo estaban subiendo a un camión. Ni a despedirme me dio tiempo.
Hoy tengo en el salón mucha más luz, mucha menos intimidad y, la verdad, una pena muy gorda.