Después del bajón del cambio de armario definitivo de la ropa ligera y alegre a la más espesa y oscura, de las dichosas lluvias otoñales y del manido largo etcétera, me he llevado dos alegrías.
La primera es el Premio Princesa de Asturias de las Letras a Eduardo Mendoza. Merecidísimo, claro. Don Eduardo acumula premios y más que debían darle. Siempre cuento que cuando ando algo tristona recurro a Mark Twain. No al de Tom Sawyer que nos recomendaban en el colegio y que era un rollazo. O así me lo parecía debido a mi tierna edad. Me refiero al Mark Twain de Un Yanki En La Corte del Rey Arturo. O al que yendo como turista a las Cataratas del Niágara, se agarraba a la barandilla con las dos manos y no, ya lo decía él, porque tuviera miedo sino porque le daba la gana.
Mi otro levantador de moral es Jeeves y las aventuras con su señorito Bertram Wooster. Con el humor _bueno_ de P.G. Wodehouse no hay mal que cien años dure ni tía Agatha que lo resista. Ambos, don Mark y don P.G. (Pelham Grenville se llamaba el pobre) me mantienen con sonrisa permanente y, a veces, me hacen reir a carcajadas.
Estos son remedios instantáneos para la tensión baja y el espíritu a juego. Pero cuando tengo algo más de tiempo recurro a don Eduardo. No tanto a las excelencias de La Verdad Sobre El Caso Savolta o la Riña de Gatos sino a otras de sus aventura inventadas. Sus protagonistas llevan nombres llamativos como Pomponio Flato o el príncipe Tukuulo o… son llamativamente anónimos. Ahí están el detective locatis que, fuera del manicomio, persigue misterios a las órdenes del dr. Sugrañes o el extraterrestre adicto a los churros que busca, incansable, a Gurb. Por todos ellos le estoy inmensamente agradecida al señor Mendoza. Y para los que no conozcan mucho su persona o su obra, recomiendo empezar por su discurso en los Premios Princesa de Asturias. Ahí se «retrata» muy bien.
La segunda alegría es de orden estético: La nueva imagen de Alberto González Amador, pareja, conviviente y _supongo_ amante de Isabel (Díaz) Ayuso. Debido a su juzgada vida, sus declaraciones, maserati y otras torpezas, es evidente que vamos a tener a don Alberto de cuerpo presente y cara ídem hasta en la sopa. Lo que, cuenta, le tiene desesperadito. A mí me alegra su cambio de look. Cuando llevaba el pelo rapado como con cortacésped y el cutis afeitado tal que un anuncio de cuchillo jamonero, este señor daba mucho miedo. Y cuando llevó peluca daba mucha risa. Ahora se ha quitado años de encima añadiendo barba _que tapa y por tanto favorece, que no todos los hombres son Jhonny Depp o similar_ y dejándose crecer el pelo en suaves ondas. Esto último rejuvenece y resalta los ojos grandes y la nariz recta. Y da mucho juego para apartarse la guedeja de la cara con la mano. Si vamos a verle cada vez que encendamos la tele, al menos que sea una imagen decorativa. Otra alegría
