Me encanta el jengibre. Me gusta su perfume, su sabor fresquísimo y con ese punto picante y su “físico” de cactus calvo. Y no, no me recuerda a nada más, a pesar de lo que piensen los malpensantes. Soy de las que en los restaurantes asiáticos pilla las láminas de jengibre en encurtidos y llora sabrosamente masticándolas. Una delicia.
Si fuera “nariz” de algún laboratorio perfumero alta gama, diseñaría un perfume con elevada concentración de aroma a jengibre. Eso para el invierno, cuando el jengibre da calor y picor y se relaciona excelentemente con los abrigos. En verano aflojaría la cantidad de jengibre y la combinaría con notas cítricas. Jengibre con el ácido dulce de la naranja, por ejemplo. O el sobresalto amarillo del limón.
Todo esto se me ha ocurrido porque en la mesa donde trabajo flota un suave olor a jengibre. Que a pesar de lo que me gusta, me tiene sutilmente intrigada. O sea, intrigada pero poco. Ya que mi mesa, lo reconozco, es un caos y a saber qué secretos oculta.
Pasa un rato. Pasa otro. Me decido: hago el esfuerzo, enorme esfuerzo, de ordenar la mesa donde trabajo. Y nada. No hay jengibre a la vista.
Pasa otro rato, Recuerdo que en la estantería, detrás de mí, se alinean mis bolsos, bien agrupaditos por colores. Los reviso uno a uno y ya estoy maldiciendo por lo bajinis cuando llego al bolso rojo grande que tiene como veinte cremalleras. Bajo y subo cremalleras y al fin descubro el jengibre. En esa bolsita blanca y plastilándica, tan poco ecológica, que me dieron en la tienda de comiditas chinas y junto al recibo del aparcamiento de los chinos propiamente. Si lo sé, lo dejo un par de semanas más. Para que crezca. Pena me ha dado encerrarlo en la nevera.